lunes, 17 de agosto de 2009

Los trenes del ayer

*Por Luko Hilje Quirós

Hoy que, por fin, el tren entre San José y Heredia es una realidad, con este artículo publicado hace cuatro años en Informa-tico (12-9-05), celebro tan lindo acontecimiento.

El solo anuncio del restablecimiento del tren urbano ha suscitado reacciones positivas, debido a las opciones frente a la crisis energética, al caos que representan las presas de vehículos en nuestra capital, etc. Pero, al menos en quienes ya sobrepasamos medio siglo de vida, provoca grata nostalgia.

Rememoro el serpenteante viacrucis por estaciones y andenes de calor reverberante, permeados por los olores de viandas y suculentas frutas veraniegas, el cual culminaba en aquella linda Puntarenas donde un día, desde la ventanilla de un tren madrugador (¡imagen indeleble y diáfana en mi retina y mi corazón!), conocí el infinito y reluciente mar, y colmé mis sentidos con aromas de marismas y de las enervantes fragancias de la reseda y el ylang-ylang.

Sin embargo, en realidad, ese tren significa muchísimo más. De niños, algunas tardes de sábado Ricardo y yo acompañábamos a nuestro hermano Adrián -quien era contabilista allí- a la estación central del Ferrocarril Eléctrico al Pacífico, donde varios de sus compañeros hacían rueda para disfrutar de nuestras ocurrencias infantiles, y ¡hasta nos daban propina con tal de que les recitáramos en chirrión los nombres de las capitales del mundo!

Asimismo, los hermanos Jorge -y su hijo Jorge Luis-, Walter y Joaquín Espinoza, primos de mi madre, así como Hernán Roldán, cuñado de ellos, trabajaban ahí, casi todos como maquinistas, por lo que cuando visitábamos sus casas nos deleitábamos con abundantes historias ferroviarias.

Además, mi infancia y adolescencia estuvieron marcadas por el tren, pues los agudos y puntuales pitazos de la locomotora -que se iniciaban desde las 5 a.m.- ya estaban incorporados al reloj biológico de los habitantes de Sabana Sur. Al respecto, era célebre la anécdota de Paco Amerling -por vivir de las rentas, dormía hasta tarde- y a quien la empleada doméstica siempre despertaba al pasar el tren de las 9 a.m.; una mañana en que amaneció irritable, cuando ella le advirtió que ya venía el tren, respondió: “Idiay… ¡no friegue! ¡Acaso estoy durmiendo encima de la línea!”.

Pero, como la línea corría por todo el costado sur de La Sabana, la utilizábamos para divertirnos -en los regresos al mediodía desde la lejana Escuela Don Bosco- saltando entre los durmientes o haciendo de equilibristas sobre los rieles. También, a menudo colocábamos corcholatas -que hacían en una fábrica cercana, donde hoy está la Contraloría General de la República- y clavos sobre los rieles para que el tren las aplastara, y así contar con monedas ficticias y pequeñas navajas.

Estando en esas, más de una vez se nos paralizó la respiración, al percatarnos de que algún motocar o un tren extemporáneo se aproximaba veloz. E incluso nos tocó presenciar con tristeza, tras horrendos frenazos de agudísimos metales, la muerte de indigentes o ebrios, arrollados por el tren.

No puedo olvidar que muchos sábados por la noche corríamos con los primos a la esquina de La Floresta, para esperar el tren de regreso, seguros de que el tío Ricardo -cuando trabajaba en Barranca con el Consejo Nacional de Producción- lanzaría desde su ventanilla un gran saco con coyoles o castañas de fruta de pan, para que lo recogiéramos en el zanjón paralelo a la línea y lo lleváramos a su casa. Después él llegaba en taxi, y complementaba con jugosos marañones, nances y caimitos aquella frutería porteña.

¡Qué lindos recuerdos! Por eso es que me quedó un dolor de tren, un vacío irreparable en el corazón, cuando la torpeza del gobierno de José María Figueres lo clausuró, sin visión de futuro.

Y tan solo pude paliar esa ausencia hace pocos años en una visita a California, donde el tren me llevó por gran parte de su bella costa, y otra a Barcelona, cuando viajé a Francia a lo largo del espléndido Mediterráneo. Me transformé en niño, de nuevo, raudo ante el estático entorno que quedaba atrás, sintiendo el vértigo de volar en tierra, devorando con la mirada interminables horizontes de verdor y aguas azules. ¡Qué placer!

Bueno… y ya que algunos hoy hablan de restablecer en el futuro nuestros ferrocarriles más allá de la capital, no puedo sentir más que alegría. Porque, aparte del gusto en sí mismo de poder viajar de nuevo en tren, eso podría permitirme saldar una deuda pendiente con mis sentimientos: recorrer la vieja vía entre San José y Limón.

Nunca lo pude hacer. Eso sí, de seguro me detendría en esa querida estación de Turrialba para, inspirado en las bellas imágenes del amigo escritor Rafael Ángel Velásquez, “volver a sentir la primera sacudida del trepidante ferrocarril, rugiente forajido en el acontecer de aquel villorrio -soñoliento como lo está nuevamente hoy-, cuando el pitazo de la locomotora que, estornudando su vapor, se introdujo por la ancha puerta del siglo, dejando sus bocanadas de humo negro en un inagotable reguero, mientras se fumaba la hulla caracoleada en medio de nuestros montes. Gusano enorme que serpenteando nuestro inmenso río, llegó arrastrándose entre peñas y barrancos por sobre el canal de rieles, como lo imaginó nuestro soñador gobernante [Tomás Guardia], cuando decía, ferrocarril a todo trance, ferrocarril aún a través de lo imposible”.

Ese ansiado día quizás recitaré en silencio aquellos versos de Pablo Neruda dedicados a su hosco padre, quien fuera un maquinista cuya “vida fue una rápida milicia / entre su madrugar y sus caminos” y un grave día no regresó de su faena.

Diré que: “el ferroviario es marinero en tierra / y en los pequeños puertos sin marina -pueblos del bosque- el tren corre que corre / desenfrenando la naturaleza, / cumpliendo su navegación terrestre”. Y lo haré mirando con deleite los pequeños poblados linieros que un grato día de hace más de 30 años pude ver desde aquel viejo tren de la Northern Railway Co. en el breve trayecto entre Limón y Penshurt, rumbo a Cahuita.

Esas imágenes se incrustaron en mi corazón y mi memoria, no solo por el desmesurado verdor de tan exuberantes tierras caribeñas, sino sobre todo por la impronta indeleble de una raza y una cultura negras que llegaron para construir el ferrocarril y -a pesar del paludismo devastador de los obreros italianos y chinos, así como de tantas otras adversidades- ahí están incólumes, con irreductible vigencia, enriqueciendo nuestra nacionalidad.

Sí, ¡que regresen los trenes del ayer! ¡Por favor!